Érase una vez un tiempo en que los pobres (e iliteratos) eran delgados y los ricos (y ¿educados?) eran obesos. Esos eran los años en que la grasa era signo de prosperidad, ya que sólo los ricos tenían poder económico (y tiempo en sus manos) para consumir calorías en exceso y para que otros hicieran los trabajos manuales por ellos. Pensemos en las figuras (y nunca mejor dicho) de Socrates, Enrique VIII de Inglaterra, o, más cercano a nosotros, el caso de Sancho I ‘el Craso’ que perdió la confianza de sus vasallos y el trono por su extrema gordura. Como siempre, está la excepción que confirma la regla y, en nuestro caso, la anomalía viene de la mano de la obra más destacada de la literatura española, donde la figura enjuta del (quizá demasiado) literato, Don Quijote, tiene como contrapunto la ‘panza’ del analfabeto Sancho, de alguna manera anteponiéndose cuatro siglos a la imagen de nuestra sociedad actual. Durante las últimas décadas, un estudio tras otro ha venido a demostrar de manera irrefutable que, en los países occidentales, el nivel socioeconómico y/o de estudios son, probablemente, los factores más fuertemente asociados con el riesgo de obesidad. Pero, en contraste con nuestra historia pasada, la obesidad se ha asentado entre las clases con menos recursos económicos y/o menos acceso a educación avanzada. Esta realidad da al traste con el indebido optimismo de aquellos que habían visto en la actual crisis económica un paliativo de la epidemia de obesidad que nos rodea, ya que anticipaban que el tener que ‘apretarnos el cinturón’ conllevaría una disminución de la ingesta calórica.
Comer mal es más barato
Sin embargo, lo más probable es que el efecto sea justo el contrario ya que, hoy por hoy, es mucho más barato comprar (y consumir) alimentos con alto contenido calórico y bajo valor nutricional, que aquellos que son frescos y nutricionalmente más sanos y equilibrados. Eso sin contar con que, para algunos, comer en exceso representa el ‘emoliente’ que nos alivia, aunque sea temporal y ficticiamente, de las preocupaciones añadidas que conlleva la actual incertidumbre económica. Admitiendo pues que el poder adquisitivo y/o la educación están relacionados íntimamente con la obesidad, el reto con el que nos enfrentamos es cómo utilizar este conocimiento para el beneficio de la sociedad. Para esto hemos de identificar primero la raíz del problema: ¿Es la obesidad el resultado de la falta de recursos económicos, o de la falta de una educación apropiada (incluyendo por supuesto, la educación nutricional)? Esta disyuntiva no es fácil de resolver dada la estrecha unión entre ambas. Sin embargo, la evidencia inclina la balanza hacia la importancia de la educación (o falta de la misma) como motor que nos lleva hacia el peso saludable o la obesidad. De hecho, hemos demostrado que incluso en sujetos que están genéticamente predispuestos a la obesidad, tener una educación universitaria cancela totalmente el riesgo genético a añadir kilos en exceso. Aparte de eso, desde el punto de vista práctico, es probablemente mucho más difícil enriquecer a toda la población que educarla (aunque a largo plazo, lo segundo lleve a lo primero). Además, es importante que esta educación se ponga en práctica en aquellos momentos en que somos más maleables, es decir durante la infancia y adolescencia. Por lo tanto, si realmente queremos prevenir la obesidad y así evitar ese futuro apocalíptico que algunos pronostican para nuestra sociedad, es esencial que se introduzcan los contenidos de Nutrición en todos los niveles: infantil, primaria y secundaria, etapas esenciales para la adquisición de hábitos saludables. Para conseguir este objetivo es imperativo tanto educar a los futuros educadores, como incluir la enseñanza de la Nutrición en los cursos de actualización y formación permanente de los actuales profesionales de la formación. Pero no nos olvidemos de que la responsabilidad principal sigue estando en el entorno familiar. De nuevo, las estadísticas lo han demostrado claramente. Los niños que hacen al menos una de las comidas principales de la manera tradicional, es decir ‘en familia’, tienen menos riesgo de obesidad, pero además gozan de una mejor salud física y mental y son mejores estudiantes. Esto nos hace pensar en el viejo proverbio chino: ‘regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentaras para el resto de su vida’. Que en nuestro caso se podría traducir como ‘dale a un niño de comer y lo alimentaras un día, enséñale a comer y lo harás saludable para el resto de su vida’.
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